Artículo de Enrique Alvarez Sostres
Publicado en El Comercio (Edición Oviedo)
La negación hegeliana de que desde la historia se puede aprender algo si se la deja hablar y la manipulación de la misma, por acción o dejación, impide aprender de ella y lleva a repetir con omnipotencia lo que se ignora, al ser incapaces de percibir lo que de repetición o parecido con episodios pasados tienen los mismos acontecimientos. Me encontré hace unos días con un amigo, compañero de estudios de Salamanca de los años 60, que lleva casi 35 años trabajando en Estados Unidos, hasta hace poco en Detroit (Michigan), un viejo foco de riqueza industrial de la segunda mitad del siglo XX, cuna de Ford y sus principios creadores del capitalismo moderno.
Me comentaba la dinámica de autodestrucción de este gran foco urbano –hasta los años 90, la quinta ciudad norteamericana- y me describía el ocaso de toda una gran ciudad en pleno corazón del imperio estadounidense. Un antiguo símbolo del poderío industrial del sueño americano, donde hoy, sin embargo, se venden viviendas por el precio simbólico de un dólar, dado que nadie quiere habitar el inhóspito silencio de unos barrios abandonados que no tienen electricidad, ni agua, ni Policía, ni escuelas. Y todo eso fue poco a poco. Porciones enteras de la ciudad han muerto. Otras están agonizando. Otras más sobreviven, pero lo hacen rodeadas de un amenazante marasmo de solares vacíos y calles abandonadas.
Mientras me describía el declive de Detroit como un fenómeno fascinante por las imágenes que ha generado, especialmente en forma de ‘naturaleza muerta’ arquitectónica y social, nos trasladamos en coche a aquellos barrios de Oviedo hoy en ‘reconversión a la nada’, donde la conjunción del poder político municipal, autonómico y nacional, en combinación con la élite empresarial, familiar y endogámica, se combinaron para una transformación, por acción o dejación, de la vieja estampa de la arqueología industrial, sanitaria y de servicios.
Lo mismo que han sido las fotografías del ‘Times’ del Reino Unido (E. J. Rodríguez) de los espacios abandonados las que han atraído las miradas del mundo hacia una ciudad que llevaba décadas descomponiéndose en silencio, pronto algún tabloide similar –y seguro que no aborigen– se hará eco de lo que está pasando en Oviedo y en Asturias. Podemos ver en documentos gráficos hospitales abandonados, aulas, consultorios de dentista, ‘fast food’, restaurantes, pubs, oficinas, bibliotecas, hoteles, teatros… vacíos, descascarillados por el tiempo, sumidos en el desorden, así como grandes atracciones para población okupa, que precede al desamparo social y caos educativo. Un fantasmagórico espectáculo de objetos cotidianos a los que ya nadie dará uso, pequeños pedazos de civilización que se han perdido y nadie sabe cómo recuperar.
¿Qué había sucedido? En sus buenos tiempos, la motor city Detroit fue un paraíso del empleo, uno de los lugares donde resultaba más fácil establecerse para los forasteros. Su inmensa industria del automóvil y los servicios de todo orden la habían convertido en una metrópolis, porque había trabajo, dinero, negocios y ganancias con gran capacidad para atraer población. Aquella prosperidad se transformó en lujuria arquitectónica. Se construyó. Y se siguió construyendo. Pero en Detroit nunca se consiguió que todos remasen al unísono y las grandes decisiones municipales o federales, de error en error, entre los que se encuentran los problemas de racismo segregante, dibujaron otra estampa ya irrecuperable. La lista es ciertamente apabullante en un ejercicio de prepotencia, desprecio a la ciudadanía, irresponsabilidad política, afán de lucro y corrupción en definitiva en grado máximo, con gravísimas consecuencias para el modelo de ciudad.
La fábrica de La Vega, como gran emporio armamentístico y de empleo de 120.000 metros cuadrados, al que nuestro tenue alcalde quiere aplicar ingenuamente la revisión de la desamortización del bienio progresista de O’ Donnell y Espartero; el barrio central de Buenavista-El Cristo, gran foco sanitario regional y nacional, con 17 edificios con más de 136.000 metros cuadrados, trasladado sin plan de sustitución comercial y urbanístico de la zona; el antiguo Carlos Tartiere, hoy monumento a la incompetencia funcional arquitectónica, urbanística y especulativa de las viejas familias políticas y empresariales en nombre de Calatrava; la antigua estación del Vasco, estampa de la burbuja inmobiliaria, con amagüestos políticos-empresariales; el desaguisado expoliador perpetrado en Villa Magdalena; la inexistencia de un impulso reparador de un turismo con mayúsculas no solo de ocio, sino de crecimiento de los servicios por atracción de negocio que merecen un lugar aquellas propias de la atracción turística y de población.
En esencia, todo confluye en que debe establecerse una cooperación público-privada, con formación de nuevos recursos asociativos, con eventos especiales que atraigan el gusto de los ciudadanos de fuera como siempre ha sido, con inversión en nuevas tecnologías adaptadas al nuevo modelo de turismo, ayudado por un transporte específico complementario del tantas veces prometido y nunca cumplido transporte exterior.
Todo ello me hace sentirme triste y pesimista. El poder municipal y ciudadano tiene que reaccionar. A ello fueron dedicadas las intenciones del entusiasta grupo de Foro Oviedo, con la publicación, el 19 de mayo de 2015, de un paquete de 50 medidas para “revitalizar Oviedo y recuperar el orgullo de ser la capital”. Las nuevas autoridades municipales, que tanta vitola de modernidad traían, deben abandonar la política de tipología activista sin crear nada, salvo el chau, chau estéril que conduce a una muerte política aún joven.
Me despido de mi amigo que me susurra: “Cuando vuelva en dos o tres años espero ver algo mejor. Oviedo y Asturias no pueden ser un sitio del que uno se va, sino en el que uno se queda”.